domingo, 12 de julio de 2009

Madre e Hijo en Ruanda - Relato

Madre e Hijo en Ruanda

(c) Mario Aguilar Benitez

Miraba las pinturas en la galería junto a ella; las típicas frutas, veleros, casitas pintadas, trípticos, retratos y muchos cuadros sin forma pero mucho color. Fue en ese momento que ella me preguntó que sentía frente a ese cuadro de madre e hija desnudos, el de Carlos Faz. La verdad es que pensé mucho como evitar mis sentimientos verdaderos, esos que quería esconder. Debía decir que era la imaginación de los cuerpos de dos personas libres y soberanas pero solo pude acordarme de las colinas verdes de Ruanda, de Burundi y del Congo. Especialmente las de Ruanda en abril de 1994, esas que ya no fueron verdes sino que rojas, negras y amarillas después del día 6 de ese mes en que comenzó la matanza. Pude mentir y pretender, pero ya más tarde en la semana volví nuevamente a contemplar la forma estética de “Madre e Hijo” de Carlos Faz. Ya no podía esconder lo que me inspiraba, una memoria de los acontecimientos que habían llenado las noticias, los días en Ruanda [ese pequeño país africano] en 1994 y los días de terror y genocidio que llevaron a tantos como yo a escribir, a rechazar la posibilidad del olvido, ese olvido que trata de silenciar las formas estéticas.
Y la memoria me volvió cuando me paré frente al cuadro. Ese día 6 de abril de 1994 el avión del presidente fue bombardeado y cayó al vacío. Los asesinos y genocidas de la etnia Hutu avisaron a todos por la radio e incitaron a la violencia. No sé si se imaginarían lo que seguiría: un millón de muertos, la mayoría de ellos Tutsis destrozados por golpes de machete o acribillados dentro de iglesias donde buscaron refugio. Los que mataron fueron vecinos, milicias, sistemáticamente por 3 meses, mataron, destrozaron, violaron y los que murieron primero fueron los infantes y los niños, vulnerables no podían escapar, o eran destrozados contra las murallas de piedra.
Y fue en una de esas tardes que vi una colina encendida con fuego, milicias gritando y civiles que trataban de esconderse en las aguas putrefactas de los ríos infestados con cuerpos y con una humanidad sufriente que solo pedía respeto, ni siquiera clemencia. Me gustaría decir que fui un héroe y que no tuve miedo pero no fue así. Solo quería seguir hacia la frontera en mi vehículo sin que nadie me parara, quería conseguir ropa limpia, llamar y decir que estaba vivo después de toda la porquería que vi. La visión que me esperaba eran una madre y su hijo desnudos, de la mano caminando despacio sin moverse cuando escuchaban, o no escuchaban, los bocinazos. Y no se movieron, me bajé para decirles que se hicieran a un lado. La mirada de la madre estaba perdida y fija y solo miraba al infinito pero solo vi su sonrisa al verme finalmente. Ni una palabra salía de su boca, solo sonreía. Quise cubrir su cuerpo con mi chaqueta pero no me dejó. La tomé de una mano y le dije todo estará bien, pero solo atinó a seguir caminando delante de mi vehículo.
Finalmente y para salvar mi pellejo puse a la madre y su hijo en el asiento trasero de mi vehículo y partí a toda velocidad hacia la frontera. Ahí vi a los soldados que esperaban, borrachos, drogados, riéndose. Pararon el vehículo, y miraron dentro. Al ver a la madre y su hijo me preguntaron quienes eran. Yo solo atiné a decir que una madre y su hijo. La risa demente del soldado me recordó donde estaba y en ese momento solo aceleré y crucé a toda velocidad hasta llegar al Lago Kivu. Al llegar, la madre me miró, me sonrió y siguió caminando hacia la libertad de una aldea contigua, y yo, solo lloré y lloré de felicidad. Eran solo una madre y su hijo, y yo era solo un poeta con mucha suerte.

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